Peregrinación de la Virgen de la Caridad
Guaimaro, 30 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Vengo yo también como peregrino para acoger con ustedes a la imagen de la Virgen de la Caridad en su diócesis.
Con gratitud hacia Dios asisto aquí, en Guaimaro, igual que la semana pasada en Las Tunas, al vivo testimonio de fe y de amor que los cubanos manifiestan hacia la Virgen Mambisa. Veo que son muchos y numerosos los hijos que ella es capaz de reunir a su alrededor. Agradezco vivamente a su Arzobispo, el querido Mons. Juan García, por esta oportunidad que me ha dado, y al que saludo cordialmente, junto a los otros queridos Obispos aquí presentes. Vengo como Representante del Santo Padre y al Santo Padre con gusto haré referencia de vuestro testimonio de fe, devoción y amor a Cristo y a su Madre.
¡Qué alegría y emoción invaden hoy nuestro ánimo al poder contemplar la imagen de la Virgen Peregrina!
Sí, contemplémosla.
Ella con su mirada quiere penetrar lo profundo de nuestro corazón. Ella es la Madre de todos los cubanos, la madre de cada uno de nosotros y a cada uno quiere dirigir una palabra que toque lo íntimo de nuestra alma.
Ella nos conoce, sabe de nuestras alegrías y nuestros llantos. Sabe cuántas lágrimas hemos derramado en nuestra vida. Sabe cuáles heridas están sangrando en nuestro corazón. Son heridas que laceran nuestra alma. Son heridas provocadas por el odio, las divisiones, el egoísmo. Son heridas ligadas a nuestra existencia: la muerte que ha golpeado la puerta de nuestra casa, la enfermedad que ha apagado la sonrisa de alguno de nuestros hijos, las preocupaciones de la subsistencia diaria. Son sobre todo las heridas causadas por el pecado y por alejarnos de Dios. Lejos de Dios hemos experimentado la aridez del corazón y la perturbación del alma.
Para todos, también para el que se siente alejado de Dios y de la Iglesia, María tiene hoy una palabra de consolación y de aliento.
Hoy nos quiere decir: escuchen las palabras de mi Hijo Jesús!
Son palabras proclamadas en el texto del Evangelio de Mateo. Jesús sube a lo alto de la montaña y como nuevo Moisés consigna la nueva ley, no esculpida sobre la tabla de piedra, sino grabada en el corazón de los discípulos.
Jesús nos habla de felicidad: dichosos, diciosos… Sabe que aspiramos a ésta porque es el deseo innato de cada hombre. Y quiere asegurarnos que la felicidad es posible y que se ofrece a todos; ninguno está excluido.
Nos revela también el contenido de la felicidad. Nos indica el camino para encontrarla. Es una vía que tal vez no concuerda con nuestros métodos ni con nuestro modo habitual de pensar. Así, Jesús proclama bienaventurados los pobres de espíritu, los afligidos, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los pacíficos, los perseguidos por causa de la justicia y los que reciben insultos y calumnias.
Frente a tal perspectiva –admitámoslo- permanecemos desconcertados y confusos. ¿Cómo proclamar bienaventurados los pobres cuando para nosotros es normal pensar que la felicidad está en la riqueza y nos afanamos todos los días por tener un poco más de dinero en los bolsillos y disfrutar de la vida? ¿Cómo proclamar felices los afligidos, los mansos, los misericordiosos, los calumniados cuando cada uno de nosotros tiende a rechazar el dolor, a reaccionar fuertemente contra el que nos ofende y a no mostrar algún signo de perdón hacia el que se equivòca? ¿Cómo calificar de felices aquellos que viven en la pureza del corazón cuando todo nos invita a aprovechar cada ocasión y a gozar sin escrúpulos todo placer que se nos propone? ¿Cómo pensar en una recompensa del más allá cuando tal vez estamos convencidos que todo termina en esta vida?
Es grande la tentación de decir, como los discípulos de su tiempo: “Señor éstas son palabras duras, quien puede escucharlas?”. Ante nuestro desconcierto, Jesús no cambiará el significado de su mensaje aunque el costo sea que nos alejemos de Él. Y nosotros que hemos experimentado que al separarnos de Él la oscuridad es total, le gritaremos como San Pedro: “Adonde iremos Señor, sólo Tú tienes palabras de vida eterna”.
En efecto, con sus palabras Jesús nos quiere ayudar a encontrar el verdadero rostro de Dios, el cual nunca nos impondrá obligaciones o estilos de vida superiores a nuestras fuerzas. En Dios y sólo en la comunión con Él encontramos la fuente de la verdadera alegría. Pero ¿quién podrá tener la experiencia de la relación con el Padre y por tanto la felicidad plena? Los pobres de espíritu, los mansos, los misericordiosos, los puros de corazón, etc., aquellos que viven como Jesús y con Jesús pobre, manso, puro de corazón, misericordioso…
“Dichosos los afligidos, porque serán consolados” (Mt 5, 4). El dolor no falta en nuestras vidas y tampoco la desoladora experiencia del pecado. Bienaventurados nosotros si, en los momentos oscuros de nuestra vida, no viramos la espalda a Dios, sino que elevaremos nuestra mirada a Él y sólo de Él tendremos consolación: nuestro dolor será más leve y nuestro pecado será perdonado.
“Dichosos los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5,5). Bienaventurados nosotros si, con el ejemplo de Jesús, el hombre manso por excelencia, aquél que de la no-violencia hizo la norma de su vida, sabemos dominarnos y no respondemos mal por mal; bienaventurados nosotros si, como hombres mansos, ayudamos a los demás a vivir y a crecer con dignidad, seremos por tanto los verdaderos dominadores de la tierra porque la verdadera paz estará con nosotros.
“Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5,6). Bienaventurados nosotros si, frente a situaciones difíciles, somos capaces de dar nuestra contribución como personas deseosas de construir la civilización del amor y si como cristianos somos los primeros en ofrecer solidaridad, sinceridad, ayuda y compartir lo que se tiene. El Señor nos hará descubrir la belleza y la alegría del dar sin esperar nada a cambio.
“Dichosos los misericordiosos, porque encontrarán misericordia” (Mt 5, 7). ¿Cuántas veces hemos pedido perdón al Señor por nuestros pecados? ¿Y por el contrario cuántas veces hemos sido capaces de perdonar a aquéllos que nos han ofendido? Bienaventurados nosotros siempre que hagamos prevalecer la palabra perdón sobre el sentimiento de venganza, de rencor, de odio. Bienaventurados nosotros si cada día, al salir el sol, nuestro corazón se siente purificado de los errores del pasado y está listo a tener misericordia con la debilidad y los defectos de los demás. ¡Con razón podremos ser llamados hijos de Aquél que hace salir el sol para buenos y malos!
“Dichosos los puros de corazón, porque verán a Dios” (Mt 5, 8). ¡Qué alegría y qué paz ha experimentado nuestro corazón cada vez que hemos logrado respetar la dignidad de nuestro cuerpo y del cuerpo ajeno! Siendo ya victoriosos elevaremos nuestro espíritu y contemplaremos el rostro de Dios! Nosotros cristianos estamos llamados a ser signo de contradicción en un mundo que ha perdido el sentido de la dignidad de la mujer, el valor del matrimonio, la sacralidad de la vida desde su nacimiento hasta su muerte.
Nos preguntaremos: ¿Alguien ha alcanzado alguna vez vivir en esta tierra semejantes bienaventuranzas, ha alcanzado asumir tal estilo de vida? La respuesta positiva nos la dan tantos cristianos, también presentes aquí en medio de nosotros, que en el silencio y con ejemplar coraje han sabido conformar su vida según los consejos de Jesús. Una respuesta más convincente aún nos la dan los numerosos santos celebrados por la Iglesia; pero sobre todo nos la da María que, más que otra creatura humana, ha vivido de manera perfecta las bienaventuranzas proclamadas por su Hijo Jesús.
“Todas las generaciones me proclamarán bienaventurada”: Hoy estamos aquí para dar testimonio de la veracidad de tal profecía. Ella que en su época, escondida en su pueblecito, era la desconocida de la historia, hoy es la mujer más conocida y venerada de todos los tiempos y en todos los rincones de la tierra. Mientras los potentes de su tiempo, los reyes, emperadores, filósofos, señores de su ciudad, los ricos de su pueblo, que parecían tener razón de todo y sobre todos, han desaparecido y a ninguno se le recuerda, de la humilde sierva del Señor, en cualquier rincón del mundo hay un signo de su presencia: una iglesia, una capilla, una estatua, una imagen. Y sobre todo, hay un coro de fieles que a veces se vuelve multitud, come nosotros en esta mañana, que la recuerda, la honra, la invoca, la asume como modelo de su propia vida.
Es Ella la verdadera pobre de espíritu, porque para ella la auténtica riqueza ha estado sólo y siempre en Dios.
Es Ella la mujer mansa que heredará la tierra, es Ella la verdadera Madre de la misericordia: hubiera tenido buenas razones para rebelarse contra los que provocaron tanto sufrimiento a su Hijo. Mansedumbre y misericordia “con los que no sabían lo que hacían” fueron los sentimientos que albergó en su corazón, sabiendo que el sacrificio del Inocente, que se estaba consumando ante sus ojos, generaría una nueva ola de amor en la tierra.
Es Ella la verdadera bienaventurada porque ante los insultos recibidos, ante las calumnias dirigidas contra aquél que era la Verdad, ha respondido siempre con su silenciosa dignidad de madre y de creyente, convencida que antes o después la verdad primaría sobre la falsedad y la prepotencia.
Es Ella la mujer justa que siempre ha buscado la voluntad de Dios y con ella ha conformado su vida.
Es Ella la Virgen purísima el “icono de Dios” que nunca pudo ser tocada por el pecado.
Sí, Ella es la mujer que ha sabido hacer suyas todas las palabras de su Hijo Jesús. Es María de Nazaret, es Nuestra Señora, es la Virgen de la Caridad. A Ella queremos abrir nuestro corazón de hijos devotos y confiados en su amor de Madre.
Virgen de la Caridad,
Te suplicamos para que el paso de tu imagen entre nosotros no sea en vano, sino un momento de renovación profunda de nuestra fe.
Fortalece en nosotros la certeza que seremos tus verdaderos hijos sólo cuando la caridad sea el emblema de nuestro propósito cotidiano.
Ayúdanos a entender que las palabras de tu Hijo Jesús son palabras de Vida y tienen sabor de eternidad.
Danos el coraje de creer en Él como Tú tuviste la fuerza de hacerlo.
Aumenta en nosotros la esperanza de un mundo nuevo alumbrado por la luz de la Resurrección.
Te confiamos al Papa y a toda la Iglesia Universal, sobre todo a nuestros hermanos cristianos que en diversas partes del mundo sufren persecución y discriminación por su fe.
Te recomendamos con todo el corazón a la Iglesia de Cuba con sus Obispos, sus sacerdotes, sus consagrados, diáconos, seminaristas y todos los fieles.
Ponemos bajo tu bendita mirada toda la nación cubana, la diócesis de Camagüey, su Arzobispo, esta noble tierra de Guaimaro, las familias, los jóvenes, los niños, los enfermos y todas las personas en dificultad.
Danos a todos nosotros la alegría de sentirnos siempre tus hijos y el coraje de testimoniar nuestra fe esparciendo por doquier semillas de bien y de amor por la edificación del reino de tu Hijo y nuestro Señor Jesús. Amén